¿Debe la democracia tolerar a aquellos que quieren destruirla? (Raymond Aron, Introducción a la filosofía política)

«La cuestión que se plantea, en su forma más sencilla, es la siguiente: ¿es cierto que la democracia, por principio, debe tolerar a aquellos que quieren destruirla? He aquí mi respuesta: en un plano estrictamente teórico, ningún régimen se define por el hecho de que no se defienda. Así, la democracia no se define por afirmar que aquel que no desee el régimen de competición pacífica puede hacer cualquier cosa para destruirlo. El principio consiste, de antemano, en organizar una competición pacífica por el ejercicio del poder. Por definición, dicha competición pacífica se crea para aquellos que aceptan las reglas. A partir del momento en que los individuos o los grupos plantean que están en contra del sistema, que son hostiles al mismo y quieren destruirlo, los que aceptan el sistema tienen todo el derecho de defenderse. Esto no es contrario al principio democrático.

»La dificultad reside en otro lugar: si no dejamos ser libres a los hombres a partir del momento en que se oponen al sistema, si solo se da libertad a quien la ama, caeremos en la fórmula: “Ninguna libertad para los enemigos de la libertad”, fórmula que propone el despotismo integral en nombre de la propia libertad. En teoría no hay ninguna dificultad para que los partidarios del sistema democrático se defiendan. En la práctica resulta difícil, porque no se sabe de manera exacta dónde situar el límite a partir del cual la oposición es ilegítima, es decir, el punto a partir del que no se tiene derecho a participar en la competición.

»Veamos un caso particularmente sencillo, el de un partido que no oculta que cuando alcance el poder suprimirá el principio de la competición pacífica. Todo el mundo sabía que Hitler se proponía destruir dicho sistema. Sin embargo, él tenía la habilidad de asegurar que solo llegaría al poder mediante la vía legal, es decir, que no habría golpes de Estado ni violencia; solo recurriría a los procedimientos que se ajustasen completamente a la ortodoxia democrática. ¿Estaba justificado, desde el punto de vista teórico, prohibirle participar en la competición? Se me contestará sin duda —y sería una respuesta de sentido común— que aquellos a quienes él quería degollar hubieran podido ponerse de acuerdo para impedir su ascenso al poder. El democrático era el mejor sistema y en todos los casos semejantes había sido, sin duda, el mejor. No hay en esto, sin embargo, un problema interesante desde el punto de vista teórico.

»Como siempre, no hay una solución radical. En tales casos impera el sentido común. Es decir, se considera que no hay que apartar de la vida pública a los enemigos del sistema, pero que es lícito fijar determinados límites para los puestos que pueden ocupar —incluso en la enseñanza—. Personalmente, no me gusta, pero en teoría un régimen que quiere defenderse o que no quiere ser destruido debe fijar determinados límites en el ejercicio de las libertades democráticas, incluso en detrimento de aquellos que están en contra de dichas libertades.

»En general, las democracias no llevan tal cosa a término por múltiples razones que, por una parte, atañen sobre todo al carácter de los hombres que ejercen el poder, pues no son precisamente hombres combativos, y, por otra parte, atañen también a la esencia del sistema: es extremadamente raro que no haya una fracción favorable al régimen que no espere sacar provecho de la existencia de partidos hostiles al mismo. En consecuencia, es poco probable que se pueda crear una mayoría para defenderse frente a los enemigos.

»Lo anterior nos lleva a un problema más general: ¿cuál es la intensidad o la gravedad de los conflictos que puede soportar un sistema constitucional de competición?

»Se dice a menudo, en las actuales teorías políticas, que la democracia entraña la condición de que se esté de acuerdo sobre lo esencial y se discuta únicamente sobre cuestiones secundarias. Esta es una fórmula demasiado simple, y no es cierta.

[…]

»En realidad, lo más difícil de regular pacíficamente no son los conflictos esencialmente graves, sino aquellos que se refieren al propio orden político. La democracia funciona con dificultad cuando lo que está en juego es el propio sistema: cuando los hombres se dividen a favor y en contra del régimen.

»Si reflexionamos acerca de la evolución histórica de los regímenes de competencia pacífica, veremos que el problema que acabo de plantear es fundamental. Se puede decir que cuando un gran número de gente se opone al sistema, este no funciona; pero se trata una afirmación banal. La verdadera cuestión que se plantea es la siguiente: ¿crea la democracia, por su propia naturaleza, a sus enemigos?

»Echemos un vistazo a estos enemigos de la democracia. ¿Quiénes son? En las sociedades modernas, y sobre todo en el pasado, ha existido un grupo de hombres hostiles al régimen. Lógicamente, hablamos del grupo de los antiguos privilegiados, las clases aristocráticas o vinculadas a la monarquía, o, durante mucho tiempo, aquellos vinculados a la Iglesia católica, que a su vez era afín a la monarquía. Esa hostilidad es comprensible, pues el régimen de competición fue introducido por una nueva clase social que tenía por objeto destruir, o al menos reducir, el poder de los antiguos privilegiados.

»La segunda categoría de personas hostiles al régimen de competición pacífica está formada por los representantes de las masas populares, que son vistas como víctimas del régimen social no igualitario subyacente al régimen de competición. Esto ocurre cuando las masas, o sus representantes, creen que el ejercicio de la competición no les permitirá luchar contra la desigualdad social. Dicho de otro modo, se convierten en enemigos de la competición aquellos que se ven a sí mismos como socialmente condenados por el régimen y sin perspectiva alguna.

»Hay aún una tercera categoría, la de los hombres que por afición detestan el sistema de competencia pacífica y la institución parlamentaria, hombres que se sienten heridos por la presencia de la mediocridad burguesa. Esta oposición, llamémosla estética, al parlamentarismo ha estado y está todavía extendida en ciertos medios, y se explica con facilidad por el hecho de que el régimen democrático no es en verdad un régimen espectacular, de golpes de efecto. En el mejor de los casos, es un régimen sabio. Naturalmente, se puede preferir la sabiduría a los golpes de efecto, pero siempre queda la posibilidad de que alguien esté en contra del régimen justamente a causa de tal rasgo de moderación.

»Por último, están aquellos que no tienen o creen no tener posibilidades dentro del régimen de competición pacífica, y que pueden movilizar políticamente su insatisfacción. Pienso en los casos de los líderes de los partidos de extrema izquierda y de extrema derecha. Efectivamente, el sistema de competición, como cualquier sistema, favorece a determinados talentos y relega a otros. Para hacer carrera en el Parlamento es preciso tener determinados méritos, nada despreciables; pero no se trata, necesariamente, de los méritos de los hombres de Estado, o de los méritos que poseen algunos hombres que se creen llamados a una gran carrera política.

»En conclusión, el régimen democrático posee obligatoriamente enemigos porque, por un lado, es oligárquico como todos los regímenes, y una oligarquía en el poder siempre tiene como enemigos a otros grupos que creen ser más dignos de ejercer dicho poder, y, por otro lado, el sistema de competición, al estar superpuesto a un régimen de desigualdad social, hace que los grupos sociales menos favorecidos tengan, por momentos, la impresión de que su suerte no interesa a los que ejercen el poder, lo que tiene por efecto su movilización contra el régimen.

»En cambio, lo que no se ha demostrado es que dichas fuerzas de oposición estén normalmente llamadas a ganar la lucha o que el sistema de competición, por sí mismo, pueda crear grupos suficientemente poderosos como para destruir el régimen. Es normal que la democracia tenga enemigos sustanciales que no aceptan el sistema de competición. El verdadero problema es si existe una evolución que, en términos de poder, favorece a los antidemócratas y perjudica a los grupos que quieren mantener el sistema de competición. La cuestión está abierta, la experiencia histórica no es concluyente. Lo que se puede decir es que, hasta la fecha, en las sociedades modernas, cuando las democracias vencen a sus enemigos, descubren que ellas mismas vuelven a crear una y otra vez nuevos enemigos, pero aún no han descubierto que sus enemigos deban triunfar obligatoriamente.»

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